Esa
noche, el cielo era una lápida de plomo. Los destellos incesantes de la luz de
los relámpagos, se colaban sin permiso en esa estropeada cabaña a través de
las rendijas que se abrían entre los viejos tablones, seguidos casi de inmediato por el fuerte
estruendo de los truenos. El silbido agudo del viento producía una irritante
melodía que lo desesperaba y el sonido de la lluvia arañando la madera hacía
que su cuerpo temblara sin cesar.
Cuando
despertó de nuevo, había dejado de llover y se encontraba agazapado en el bosque,
esperaba entre los árboles algún signo de que allí aún había alguien más a
parte de él. De vez en cuando, el crujido de las ramas producido por algún animal
nocturno le hacía volverse esperanzado, para descubrir, de nuevo, que allí no
había nadie más.
Desde
lo alto un árbol, un pequeño búho observaba con curiosidad al último humano de
la tierra.
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