Una pequeña casita en un hermoso valle, era todo lo que Ismael a sus 8 años conocía del mundo. El y su madre eran los únicos habitantes de aquel bello y maldito lugar. Retenidos a la fuerza por un ser sin nombre, pasaban los largos días allí sin más compañía que el susurro de las hojas de los árboles y el chapoteo de la lluvia en el lago, un lago que a ojos de Ismael era grande y profundo, y con unas aguas tan cristalinas que podían contarse las piedras del fondo sin ninguna dificultad. Cada mañana, al alba, cuando el sol despuntaba, las sombras de los árboles se alargaban de una forma asombrosamente bella, y el cielo se teñía de unos hermosos tonos naranjas, a Ismael le gustaba salir a correr alrededor del lago y sentarse en la orilla con los pies chapoteando en el agua para ver, como el sol lograba saltar el gran muro que marcaba el fin del mundo, de su mundo. Él allí era feliz. No conocía la maldad, ni la tristeza, ni la avaricia, ni guerras, y por supuesto, ni siquiera había oído