Llegamos a nuestro destino cuando los rayos del sol ya hacía rato que nos habían abandonado y el cielo empezaba a lucir sus mejores galas. Tiñendo su vestido negro, como cada noche, con miles de puntos brillantes. La vida en Jaraba, aquel pequeño pueblo, apenas compuesto por unas pocas calles desiertas, parecía haberse congelado en el tiempo. No era demasiado tarde, pero los cortos y fríos días de invierno y la fina lluvia que empezaba a caer, de esa que se clava en la piel como si de agujitas se tratara, invitaban a quedarse en casa. Las ventanas iluminadas de las casas y el olor a humo de las chimeneas dejaban claro que ciertamente el tiempo allí no se había detenido, y que las decenas o quizás cientos de vecinos que allí vivían disfrutaban de sus casas y sus familias. Apartado lo justo del pueblo como para no ver ni un signo de civilización desde sus ventanas, se encontraba el hotel, un precioso balneario agarrado a una roca y rodeado totalmente de naturaleza. Un lugar de p