Sentada en el alfeizar de la ventana con la frente pegada al cristal esperaba, su mirada se perdía entre el ir y venir de los transeúntes, decenas de personas que seguían con sus quehaceres diarios ajenas a esa mirada triste que les observaba desde la soledad de su hogar, una lagrima que empezó a descender por su mejilla brotaba de su ojo derecho. Acercó su mano para secarla, y la observó con detenimiento. Hasta ese momento no había reparado en como el paso del tiempo había ido marcando sus surcos en ellas, pensó en todo lo que habían hecho esas manos y lo poco que les quedaba por hacer, se imaginó a si misma atrapada entre ese laberinto de pliegues que formaban sus arrugas. Al fin y al cabo es así como ella se sentía, atrapada entre las paredes de una casa que era, casi tan vieja como ella. Hacía mucho tiempo que la soledad era su única compañía, una presencia tenebrosa que en ocasiones le oprimía el pecho hasta dejarla casi sin respiración, poco a poco esa presencia se había i