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Una vez en noviembre

Miró la imponente puerta de hierro que se abría ante ella invitándola a entrar. Dudó unos instantes, pues aquel lugar siempre le había despertado sentimientos encontrados. Quizás era precisamente la paz y el silencio que allí se respiraba, acostumbrada al ajetreo diario de la ciudad con sus miles de ruidos, allí, parecía haber demasiado silencio, demasiada paz. Un silencio tan denso que parecía envolverla por completo.

Cuando por fin traspasó el umbral, era como si fuera la única persona en aquel lugar. Se adentró con cautela y solo parecía escucharse el eco amortiguado de sus pasos. Sin embargo, no estaba sola, la gente de su alrededor, susurraba como si temiera interrumpir el descanso eterno de los que un día entraron allí, para no salir jamás.
De repente, una pequeña mariposa juguetona, captó su atención, y absorta por su belleza comenzó a seguirla. Con sus elegantes movimientos parecía danzar al son del viento. Ella, hechizada por su belleza caminaba tras ella mirándola subir hasta casi perderla de vista, para volver a bajar y acercarse tanto que parecía querer posarse en sus manos, y de repente, sin saber exactamente como, esa magia se rompió.
Miró a su alrededor aterrada, y se percató que se encontraba en una zona del cementerio que no conocía. Incluso el sol asustado parecía haberse escondido tras unas nubes en busca de refugio y protección. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero a la pequeña mariposa poco parecía importarle aquel escenario tan sombrío. Sus vivos colores contrastaban con los colores apagados de las lápidas, que el tiempo y el polvo habían teñido de tristes tonos marrones y grisáceos. Paneles con nombres, algunos casi imposibles de leer, que el paso del tiempo había borrado también, de la memoria del mundo. Algunas agrietadas, otras con flores tan secas que nadie sabía cuánto tiempo llevaban allí olvidadas.

Historias dormidas, de personas como tú y como yo, que un día vivieron y pisaron la misma tierra que nosotros. Y que hoy, ya nadie recuerda. No pudo evitar pensar, en todas aquellos seres humanos, y lo que un día fueron, niños, ancianos, hombres y mujeres, cuyos pensamientos, ideas, conocimientos e historias murieron con ellos, y recordó una frase que alguna vez leyó en algún lugar indeterminado “Cuando una persona muere, muere con ella una biblioteca de historias, conocimientos y vivencias, imposibles de recuperar”. Pensó en todas las cosas que seguro les quedaron por hacer o por decir. Cuantos “lo siento” o “te quiero” se quedaron guardados en sus corazones. Un nudo se formó en su garganta y unas pequeñas lágrimas empezaron a asomarse por sus ojos.

Comprendió, que de poco sirve el rencor, que al fin y al cabo, nadie vive eternamente. Que nuestro tiempo es limitado y cuando este expire, lo único que quedará de nosotros serán los recuerdos que dejemos en los corazones de los que se queden aquí. Ya que algún día, nosotros también formaremos parte, de aquella zona del cementerio que ya nadie visita.

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